Este texto formó parte del encuentro La Casa del Filósofo, un homenaje al destacado investigador, filósofo e investigador venezolano Luis Castro Leiva, celebrado el pasado 8 de abril de 2014 con motivo de la exposición de Víctor Lucena en Espacio Monitor, junto a Colette Capriles, Sandra Caula y Fernando Rodríguez.
A Carole Leal
No sabía que alguna vez mi adorado profesor Luis Castro Leiva había trabajado en un proyecto llamado La Casa del Filósofo junto con Víctor Lucena. No lo sabía, pero no me extrañó. Los que fuimos a sus clases en la Universidad Simón Bolívar, sabíamos que Luis entendía por Filosofía no el cultivo profesional del pensamiento abstracto, sino la reflexión sobre la propia cultura bien encarnada en la historia de la ideas. Diría hoy que él nos enseñaba algo así como la confrontación de nuestra cultura con sus tradiciones y consigo misma para comprender y atajar el punto de inflexión donde, apartándose de sí misma, empieza a perderse en la nada.
Muchos años después, cuando fui a Cambridge, paseando por las callecitas de esa ciudad donde estudió mi profesor y recordándolo, creo que entendí por primera vez muchas de sus angustias y, sobre todo, de sus esfuerzos por dar a la filosofía el lugar que le corresponde en una vida ciudadana plena. Y lo que me he propuesto imaginar hoy es que mi profesor ideó el proyecto de esa casa, recordando esa ciudad medieval que tan bien ha logrado integrar cosas nuevas sin desdibujarse y aceptando algo que Luis valoraba mucho: “la excentricidad”. Baste recordar que en Cambridge conviven, sin contradicciones, una cátedra Simón Bolívar, un laboratorio que descubrió la estructura del ADN y una gloriosa tradición de misas cantadas y montajes de Shakespeare que se mantiene tan vigorosa como siempre.
Paseando por Cambridge, entonces, viendo su famoso jardín botánico lleno de bancos donados por sus habitantes, envidiando a las personas de todas las edades que se movilizan en bicicletas, admirando a los estudiantes trabajando en los cafés o jardincitos silenciosos; sorprendida ante los carteles en las ventanas que protestaban por la construcción de un Tesco en Mill Road, divertida ante un monumento a un perro, leyendo las placas que hay en casi todas las esquinas, visitando las librerías o teatros centenarios… sentí que lo que esa ciudad atesoraba era una sabiduría para abrigarnos, con dignidad y belleza, de los rigores del tiempo y de los humores, de la melancolía, de la enfermedad, de la vejez y de la muerte. Y al final del día me parecía que era de esa sabiduría que me hablaba todo lo que allí había visto: las costumbres, los monumentos, las calles, los jardines, los colegios, las iglesias. Como si la tradición, la cultura, el conocimiento y las instituciones estuvieran hechas del dolor y el coraje del ser humano para responder a la precariedad que somos y transformarla en algo hermoso y admirable, en un legado para los que nos siguen.
De ahí que me parezca tan natural que mi profesor quisiera entronizar una Casa del Filósofo en éste, el país de sus amores y sus tormentos. Aunque no conozco el proyecto, lo veo como un intento de traer a estos lares una reflexión muy necesaria sobre lo que podría ser, en nuestra duras circunstancias, una vida en comunidad que pueda tener un sentido para todos sus habitantes, por muy distintos que ellos sean. Y esa vida, casi lo he dicho antes, creo que sólo es posible cuando se puede asimilar lo nuevo, lo distinto, conservando lo necesario para seguir reconociéndonos y tomándonos el tiempo para asimilarlo sin violentarnos.
Sé que Víctor Lucena, cuya primera exposición vi hace muchísimos años en el Museo de Arte Contemporáneo, ha trabajado también en ese intento de que nuestras vidas y nuestras percepciones estén abiertas a la reflexión pero en contacto con su reservorio imaginario y cultural. Y no me extraña tampoco que haya sido el cómplice de Luis en esta tarea que hoy nos parece casi imposible en Venezuela, pero que siempre ha sido necesaria y difícil. Y comprendo así su generoso homenaje a su amigo en el marco de su exposición.
Ayer, cuando escribía estas líneas, recordé un escrito de Luis que se llama Filosofía de la Ciudad, y allí encontré este cierre suyo que siento casi como una declaración amorosa y premonitoria, sobre todo a la luz de estos últimos días, y me confirma un poco en mis fantasías sobre lo que hubiera querido hacer dándole aquí una Casa a la Filosofía. Dice Luis:
«Como un todo o como una suma, la ciudad que quiso ser republicana y no lo es, que quiso ser moderna y no lo ha podido ser, arrebatada al tiempo de casi todas sus incipientes tradiciones por un salto de petróleo y otro de revoluciones, ya no tiene rumbo, propósito. Parece haber llegado a otro final más del camino de su historia. Sus habitantes padecen lo que sus príncipes irresponsablemente no ponderan. En esta ciudad, en los dos cementerios donde pronto no cabrán nuestros muertos, allí hemos ocupado el lugar de nuestras preferencias. Soltados por nuestros pasados muy recientes quisiéramos poder inventar otra ciudad para poder vivir, de preferencia y otra vez, en ella. Aquí vemos mal, bien, apenas, la luz de nuestros días… pero aquí he amado a los que amo y por ese amor quisiera morir en este mismo lugar de mis fatales preferencias.»
Creo que todas estas iniciativas de estos años –como la de Luis Miguel y este espacio, como la del homenaje que hoy le hacemos a Luis Castro Leiva convocados por su amigo, Víctor Lucena– todas esas iniciativas, digo, en tiempos mucho más oscuros que esos que describe Luis, son formas de abrigos culturales para nosotros, formas de la memoria, fidelidades a nuestros muertos y a nuestros legados, y son, sobre todo, una necesidad de honrar a esta ciudad fatal que hemos elegido como lugar de nuestras amorosas preferencias.
CAULA, Sandra (26 y 27 de abril, 2014). Un lugar para la sabiduría. Diario Tal Cual, Sección Literales, pág. 15