El pintor caraqueño vive en París y recorre el mundo desde hace más de medio siglo, pero tiene un sentimiento de fidelidad con su país, Venezuela, que es del mismo tamaño que el que experimenta por el arte cinético
Carlos Cruz-Diez, un pintor que nació en Caracas en 1923, pasará a la historia como un libertador. No le harán estatuas ecuestres ni inscribirán su nombre en los libros de textos de las escuelas. Lo van a homenajear por su obra como artista y por los libros que ha escrito para liberar el color y presentarlo al mundo como un hecho autónomo sin soporte ni anécdota.
El caraqueño comenzó ese trabajo hace muchos años, en la década de los 50 del siglo pasado, cuando comenzó a exponer en su país y se negaba con firmeza a que la gente tuviera que rendirle tributo a un lienzo.
Su pasión por el dibujo empezó bien temprano, en el colegio de enseñanza primaria, cuando su padre, un poeta que no llegó a publicar libro, tenía que recibir con resignación las notas de quejas de los maestros del niño Carlos porque no atendía las clases ni miraba el pizarrón, se pasaba el tiempo entregado a dibujar con creyones en sus cuadernos.
El alumno iba un poco más allá de los barcos y las casas con chimeneas que fascinaban a sus compañeros. El artista recuerda que le gustaba la imagen y «hacía periodiquitos con una imprenta con caracteres de goma que funcionaba con una almohadilla entintada».
Al fin se fue a estudiar a la Escuela de Bellas Artes de su ciudad natal en 1940 y poco después trabajó como diseñador gráfico, ilustrador en el diario El Nacional y otros medios venezolanos, autor de cómics y director creativo de agencias publicitarias. Viajó a Nueva York y París, hizo contactos con artistas importantes de la época y, en 1060, se instaló con su familia en París donde vive hasta el día de hoy.
El año 1965 fue muy importante para todo lo que iba a pasar con la vida artística de Cruz-Diez. Por esa fecha participa en The Responsive Eye, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y esa muestra marca la inauguración oficial del llamado arte cinético, del que el venezolano es algo más que un símbolo.
El artista trabajó durante décadas como profesor en importantes centros de Francia y Venezuela, mientras continuaba su labor como pintor y estaba presente en las relevantes exposiciones colectivas y organizaba muestras individuales. En 1989, publicó en Caracas su libro Reflexión sobre el color, el inicio de sus estudios sobre la autonomía y el cambio constante del color en el espacio.
La obra de Cruz-Diez está presente en algunos de los más importantes museos del mundo y como artista ha recibido reconocimientos, medallas, diplomas, órdenes y condecoraciones con las que podría organizar una exposición enorme, tediosa y agotadora.
El venezolano es, para la mayoría de los expertos, el gran pintor cinético, un tipo jovial que asume su obra con vocación de jornalero, y es el creador de un universo que provoca placer o emoción o las dos cosas al mismo tiempo y cuyo objetivo principal es dejarse mirar.
Cruz-Diez es el fundador de unas vecindades cromáticas en las que los colores no paran de moverse y no dejan de evolucionar y es el artista el encargado de regular sus velocidades y de graduar la intensidad de sus transformaciones.
El pintor, como ya se ha dicho, vive en París y recorre el mundo desde hace más de medio siglo, pero tiene un sentimiento de fidelidad con su país que es del mismo tamaño que el que experimenta por el arte cinético. Para expresar esas lealtades suele valerse de la sabiduría de la gente de su país y usar esta expresión popular: «Chivo que se devuelve se desnuca».
Considera que el arte no tiene dueño ideológico ni necesita pasaportes en las fronteras. El arte pertenece al mundo y a los hombres. «Si el arte fuese una ideología o una religión», afirmó, «necesitaría aplastar, encarcelar, torturar o matar a sus enemigos para hacerse entender. Ningún artista mata a otro porque no le guste su discurso».
El pintor lo que quiere, lo que busca es una relación directa, sin reconcomios ni valladares, sin ninguna tormenta inventada por los hombres, para que el espectador pueda llegar a la obra de arte y hallar un camino para integrase a ella y disfrutarla.
Sabe muy bien que los colores cambian y están vivos, se prestan sus antifaces y se enmascaran, se disimulan como fugitivos con un simple movimiento o un relámpago de luz. Lo que hace Cruz-Diez es provocar esas maniobras y dirigirlas con su talento.
El pintor cinético explica que, a diferencia de los artistas del Medioevo, del Renacimiento o de los muralistas mexicanos, sus obras no contienen discursos referenciales. «Constituyen», dice, «el soporte de un acontecimiento que evoluciona en el tiempo y en espacios reales y cambian con el desplazamiento de la luz y la distancia del espectador».
El color se descubre, agrega, haciéndose y deshaciéndose «sin tiempo pasado ni futuro, en un presente perpetuo».
Cruz-Diez no cree que tiene facultades divinas, es un artista que no cierra los ojos y trabaja, sueña y hace planes todos los días. Es un buen padre, un jefe de familia comprensivo y cariñoso al que lo único que le pueden criticar sus hijos y sus nietos es que haya convertido su estudio y su casa de París en una embajada de Venezuela sin recursos oficiales, sin nombramientos y sin pasaportes diplomáticos.
Es sólo un hombre que examina la coloración de las cosas y de la vida y considera que «el arte es una invención, pero yo no inventé el color. Lo que hice fue investigarlo, poner en evidencia algo que ya había sido estudiado y comprobado, pero que aún no era visible, nadie los disfrutaba. El artista lo que hace es revelar las cosas que están frente a uno y nadie las ve».
Sí, Cruz-Diez es un libertador.