De los espacios de otro tiempo, en mis inicios en el Museo Alejandro Otero, recuerdo una experiencia que quizás haya concentrado muchas inquietudes en mi labor profesional como investigadora de arte contemporáneo. Ese suceso fue la exposición del artista cubano Carlos Garaicoa, muestra que en el año 2001 estuvo en aquellas salas –todas las salas del museo si mal no recuerdo– con el nombre La ruina; la utopía.
En esa exhibición los territorios, la historia y los discursos del espacio urbano eran tamizados por una obra que desde estrategias como la fotografía, el dibujo, el video, la instalación y la gráfica reconstruían y afinaban todo un tejido de nuevas consideraciones sobre las fracciones de una ciudad en cierto modo extraviada.
La ruina y sus des-estructuraciones eran resemantizadas a través de espacios simbólicos de una gran fuerza visual, extraños documentos sensoriales cargados de un sentido ulterior, heridos por las fisuras de un presente tan abrumador como delicado.
Dos exposiciones recientes, inauguradas a finales del mes de septiembre en el Centro de Arte Los Galpones, me han llevado a ese resquicio del pasado en el que estuve atrapada por el fantástico trabajo de aquel artista y que hoy se levanta como el terrible reflejo de nuestro doloroso paso por las fisuras abismales de un país completamente abatido. Aunque en líneas muy generales podríamos decir que aquella propuesta de Garaicoa remitía a las transformaciones de la ciudad vista como el término material en el que confluyen o desaparecen los ideales colectivos y privados, en el caso de las muestras que han convocado aquel espíritu es la forma y el fondo, el contenido y la metáfora, los ramales de un arte frente a su contexto que viene a hablarnos de nuestro extravío.
La primera de ellas es BIG, exhibición en la que ocho artistas de generaciones diversas, bajo la curaduría de Miguel Miguel, trazan su apuesta por el gran formato en propuestas en las que la pintura, la escultura y la fotografía se levantan en la amplitud formal de la sala de Espacio Monitor. Amplia y vasta, la exhibición respira desde su impecable disposición museográfica un aura vibrante de melancolía: grandes proporciones que hemos dejado de ver en producciones recientes y que ya reducen a menos de cinco los practicantes de la escultura; o materiales y estrategias cada vez más alejadas del alcance de los creadores. Las utópicas formas, en este caso, hablan más allá de sí mismas.
La segunda es la colectiva Trópicos con curaduría de Luis Romero y presentada en los espacios de Oficina #1. En su estructura los despuntes de miles de fragmentos son hilvanados, para revivir los eslabones de una compleja historia que ya no sabemos contar, diario irreversible de un transcurrir sin norte y sin anclajes. La muestra reúne líneas disímiles y conexiones heterogéneas de múltiples formatos que a través de las obras de veinte artistas enlazan pequeños relatos en el espacio expositivo, matriz que se arma como las bifurcaciones del yo frente los conflictos del antipaisaje. Aquí, la poética de la ruina surge en todo su esplendor: transfiguraciones, rupturas de esquemas, negaciones, ironías, estallidos y contradiscursos en los que el lugar del origen ya no es el sitio de llegada o el idílico abrigo de la pertenencia; es, en su sinuosa batalla frente a la necesidad de creer, el árido e inevitable murmullo de la pérdida.
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